Elena Savalza / Mujeres adictas a los monstruos
En unos días será el “Día Internacional de la Lucha contra la Violencia hacia la Mujer”. Es curioso, porque hace tiempo que, de cuando en cuando, toco en este espacio y en otros, el tema de la violencia de género. Sin embargo, hace unas semanas, por primera vez a mis 30 años, tuve que vivirlo en carne propia…
Desafortunadamente, puse mi confianza y mi cariño en una persona que dijo quererme también y no vi las señales que me alertaron desde hace mucho tiempo que mi “relación” era peligrosa, adictiva y enfermiza. Me escudé por ratos en la comodidad de tener quien llenara mis huecos, tanto físicos como emocionales; hasta creí que era amor, porque se le parecía mucho. Y no, no soy la víctima por completo, porque decidí estar con él, a pesar de saber que él estaba aún en otra relación y hasta arrastrando un proceso de divorcio que parece no tener fin.
Pero una madrugada, después de una fiesta agradable y de convivir armónicamente con varios amigos, el lobo con piel de oveja enseñó la verdadera personalidad. Con toda la incredulidad, coraje, tristeza y frustración que esto me genera ahora, fui incapaz de defenderme ante un tipo que agredió mi intimidad de una manera tan baja que me cuesta trabajo describirla gráficamente, incluso a mí, para quien las palabras jamás me han significado un problema.

Por días me alejé, me encerré y traté de no contar lo sucedido (sí, fue precisamente ese “día cero” del que hablo en mi entrada anterior). Decidí erróneamente que tenía muy pocos elementos para denunciar, ya que la gente que me vio esa noche con él sabía que estaba allí por mi voluntad, él era lo más parecido que tenía a una pareja y yo no tenía ningún rasguño, ni rastro de violencia física, así que pensé que sería inútil y que nadie me creería la forma en la que me agredió sexual y psicológicamente. Me escudé en mi trabajo, en mis estudios y en mis amigos. Sonreía de día, mientras por dentro me sentía como muerta. En las noches, al llegar a casa, repasaba uno a uno los minutos que duró la pesadilla intentando encontrar alguna explicación lógica a su comportamiento, pero sobre todo, tratando de encontrar un momento en el que pude haber actuado, las cosas que pude haber hecho para evitar que sucediera y toda esa clase de pensamientos ociosos que no te llevan a nada, pero que generan la suficiente angustia y devastación como para impedir conciliar el sueño. Me costaba aún creer que él, todo guapo y de ojos bonitos, todo lindo y encantador, todo dulzura y voz tierna, hubiese sido capaz de realizar algo tan vil.
En ese inter tuve la mala fortuna de coincidir con él en el edificio donde trabaja, puesto que visito un cliente allí, así que tuve que disimular el ataque de pánico y mi coraje al verlo. En una de esas ocasiones hablé con él y, como era lógico, se disculpó y pidió volver a mi vida “como antes” y dijo no querer alejarse de mí. Dijo que me quería, dijo que yo exageraba, que me hacía la víctima y minimizó mi dolor y mi coraje. Yo sólo pedí que se alejara, pedí que me dejara tranquila y que no volviera a buscarme.
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